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Si la memoria muta en veneno, la obsesión es inevitable.




Quiero comenzar con una afirmación epatante pero no por ello menos cierta: Héctor Sánchez Minguillán es uno de los mejores escritores de España. Tiene finura psicológica, tiene un mundo interior complejo y un punto estrambótico y, sobre todo, tiene una voz propia, una manera específica e intransferible de contar las cosas, porque toda gran literatura es la literatura de un hombre solo, o de un sólo hombre, según se mire. Entre tanta obra contingente, una literatura que realmente paga lo que promete es punto de hacerse notar. Supongo que ustedes, de igual modo que prefieren una casa como Dios manda a un chamizo, preferirán el libro de Héctor a tantos otros que solo valen al peso.


Francés hasta el final es un libro corto, pero ya saben aquello que escribió Baltasar Gracián en Oráculo Manual y Arte de Prudencia: Lo bueno si breve, dos veces bueno. Aquí se trata de calidad y no de cantidad; de profundidad y no de mera extensión; de conectar con esas cosas a menudo enigmáticas que viven dentro del hombre y lo determinan, pero a las cuales rara vez se las ve el rostro.


Este libro trata sobre lo irreversible del tiempo y el poder destructor de todo aquello que se deseó con fiereza y que, por quedarse en conato, se constituye en un veneno de la memoria que carcome la vida como el peor de los ácidos. Bernard, uno de los protagonistas de la novela, trata de reeditar en el presente como símbolo, aquello que se malogró en el pasado como acto; ocurre un poco lo que apuntase Carlos Marx: aquello de que la historia ocurre dos veces: la primera como tragedia, la segunda como farsa. La cuestión es que aquí el símbolo representa algo muerto y lo muerto no puede resucitarse, luego vendría al caso mentar aquella frase de las Escrituras: Dejad que los muertos entierren a los muertos. Pero no, Bernard no quiere enterrar a los muertos y la chica que hace las veces de Catherine tampoco: ambos son arqueólogos de sus propios errores. A veces el pasado se convierte en una especie de agujero negro que se traga la luz del momento, un tótem ante el cual ningún sacrificio es suficiente; este es su caso.


Entiéndase que no hay nostalgia más feroz que aquella que se aferra a lo que nunca sucedió, pues su alimento es infinito. El daño de la memoria puede producir bien un efecto de fijación, bien una necesidad de huida mediante el castigo: castigo por la culpa propia y por la ajena que a veces resultan indiscernibles; no es un comportamiento inhabitual el que se huya del veneno ingiriendo más venenos en pequeñas dosis, como si la costumbre terminara por hacernos inmunes, pero lo único que cabe esperar de estos caminos laterales es terminar uno arrojado a las escombreras del nihilismo y ser pasto de esa sensación de vacío que nos acomete cuando sabemos que nuestra vida carece de centro y, por lo tanto, de un principio rector que transforme en cosa cierta y reconocible lo aberrante e informe. Los dioses del inframundo tienen un gusto específico por las trincheras enfangadas de la memoria.


El pasado es una ficción mucho más real que la de las películas. Lo que perdimos allí solo puede encontrarse en el presente, en la vida y no en las tumbas. La reiteración es una manera de controlar la realidad, de someterla a una horma fija, de dar a lo efímero un valor de constante, de negar que el tiempo tenga la última palabra; en definitiva: una operación desesperada de rescate, el último bastión frente al río de Heráclito. Por eso Bernard se obstina en que tres jóvenes interpreten una y otra vez la escena de Jules et Jim donde estos echan una carrera impostada sobre un puente que es en sí mismo un símbolo del tránsito entre dos realidades conectadas, pero diferentes. El problema es cuando nos quedamos en ese puente para siempre, clavados en un dolor que oscurece al mismo sol.




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