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Cuántas cosas caben en un pueblo...


Antonio Maldonado da el salto desde la poesía a la prosa y nos sorprende con esta, su primera novela, Azote. Este salto, desde luego, no es un salto al vacío, sino más bien un paso de danza, rítmico, con transiciones suaves, lo cual se evidencia en lo sensorial de las descripciones, la extraordinaria sugerencia de ciertas imágenes, de esas que dejan una impronta imborrable en el barro dúctil de la memoria y, en general, en el lirismo que salpica una historia no exenta, por lo demás, de brutalidad.

Una de las mejores aseveraciones que se pueden hacer de un libro es constatar la dificultad de asignarle una etiqueta y encasillarle en tal o cual género, en tal o cual nicho. Azote pertenece a este club selecto de las obras expansivas, arborescentes, que reflejan la vida en una amplitud de registro tal que no es posible ceñirlas a una línea temática concreta. Es, desde luego, y tal vez en lo mayor, una obra costumbrista que nos traslada cómo va transformándose la fisionomía de un lugar a medida que pasa el tiempo y los vientos de la historia cambian de rumbo; y para ciertos modos antañones ya no hay retornaviaje. Este es un punto importante, pero existen otros ingredientes que hacen a este guiso especialmente apetitoso: Azote es una obra sobre las emociones: esa urdimbre radical de la vida que condiciona las más diversas tramas y es el percutor de casi todas las decisiones, por mucho que las vistamos con el ropaje de la razón: el amor, el odio, la carencia, el resentimiento, la envidia, la generosidad, la necesidad imperiosa de ser uno mismo, de reclamar el peso atómico concreto de la personalidad; la necesidad, también, de reconstruirse, de reinventarse. Azote es una obra coral sobre la memoria de la desmemoria de las cosas y sobre cómo la tolerancia, bendita medicina, se va abriendo paso en un mundo rural que adquiere poco a poco formas modernas, resistiéndose, eso sí, a abandonar del todo los rescoldos del mundo arcaico, agrario: l´histoire inmovile, que dijese el historiador francés Le Roy Ladurie. Azote es una obra sobre la naturaleza y su poder telúrico que nos habla en un lenguaje primordial: el lenguaje del ser o no ser, de la lucha, de la vida como una corriente que jamás se detiene y de la que participamos con nuestra pequeña gota de agua, inmersos en un gran teatro que nos precede y que continuará cuando ya no estemos. Azote es una obra sobre los pueblos de lo que llaman “España Vaciada”, vaciada tal vez de hombres y mujeres que se buscan la vida, y a la fuerza ahorcan, en las ciudades, pero no de los sentimientos; todavía queda allí el estrato profundo de la memoria colectiva que enlaza las generaciones y el sentido ancestral del arraigo, de la pertenencia y comunidad con las cosas cercanas que constituyen el mundo propio, el viejo rumor de la sangre con sus claroscuros, el lugar del reposo en un mar en constante movimiento.

Hay mucho cariño en las páginas de Azote hacia esos pueblos somnolientos, levíticos, que cambian manteniendo, en lo que pueden, sus señas de identidad. Hay también crítica, claro está, pero una crítica amable, que perdona, que abraza, que asiente y camina. La novela está sembrada de acontecimientos luctuosos, pero vida y muerte son parte del mismo círculo virtuoso: no hay pues la una sin la otra; y al final, lo que queda es el viento timbrando los recuerdos entre las jaras de Belmontejo de la Sierra, ese Macondo en miniatura, como un azote suave.

 
 
 

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