Hablar y caminar, caminar y escuchar.
- La Torre del Editor
- 24 jun 2024
- 3 Min. de lectura

Miguel Ángel Díaz Pintado nos presenta una obra deliciosa y de impecable factura: Cuentos para el Camino; se trata de un rosario cuyos abalorios restallan con luz propia, tantos como las etapas del Camino de Santiago que median entre Roncesvalles y León. Habrá pues, soplando vientos favorables, una segunda parte que concluya frente a la tumba del Apóstol.
El viaje que nos propone el autor no es solamente un despellejarnos los pies por las sendas jacobinas mientras nos deleitamos con su patrimonio cultural, cosa sin duda interesante pero insuficiente para quien busca otro tipo de placeres y remedios. El viaje que nos propone Miguel Ángel es en esencia interior, hacia adentro que diría su tocayo Unamuno, un viaje iniciático en el que los paisajes no son meramente compuestos sensoriales, sino paisajes del alma, coloraciones anímicas; y el Camino la búsqueda de uno de mismo: un lugar de reencuentro, reconocimiento y reconciliación. En este sentido, el Camino histórico actúa de detonante para una purificación del yo, expurgando las escorias del ego. Estos cuentos pertenecen pues, en cierto modo, a la literatura sapiencial; hay en ellos mensaje, enseñanza y espejo.
La marcha del peregrino hacia el Campus Stellae nos recuerda al periplo del héroe que tan bien narrase Campbell, a quien el autor menciona, porque quien supera las pruebas del camino y alcanza la autenticidad, afinando el instrumento divino que tiene dentro de sí es un héroe, aunque porte bordón y no espada, vieira y no pendón, macuto y no armadura.
Caminar siempre fue un alcaloide para la reflexión, a menudo mejor que la butaca; esto lo supieron hombres de la talla de Nietzsche o Thoreau, por poner un ejemplo. Hay mucho ruido en la sociedad moderna y semejante torbellino nos aleja de nuestro centro; se precisa pues una buena dosis de soledad caminante, fructífera, donde amén de conversar con otros compañeros del Camino que siempre tienen algo que aportar a nuestras alforjas, hablemos al hombre o la mujer que hay dentro de nosotros y a los que con renuencia culpable no hacemos caso; están ahí, tienen algo que decirnos y, si los escuchamos, es posible que el eje vuelva a la rueda del carro y este eche a andar bajo los auspicios del sol.
Hay algo del sueño del místico en estos cuentos; algo de los diálogos platónicos; algo de los viejos romances y del espíritu de los trovadores que cantaban a las damas de los castillos; algo de ese espíritu fáustico que impele al hombre de las tierras de poniente a buscar el infinito, tanto dentro como fuera (Ultreia et Suseia); algo de esa nostalgia indefinida que se instila en los ojos de los grandes descubridores. Cuando los leía, gustaba de aderezar las historias con ese tipo de música evocadora que tiene una fuerza alquímica en la alquitara de la conciencia, y entre ella las piezas, magníficas, que aparecen en los propios relatos. Siempre he defendido que la buena literatura es salutífera y esto se predica sin tapujos de la obra de Miguel Ángel: cuando levantas los ojos del papel te sientes más luminoso, más armónico, embargado por una agradable sensación de voluptuosa laxitud. Este libro aquieta el pecho y es un antídoto eficaz contra la acidia. Acompaña, deleita y muestra.
El autor gusta de las metáforas, de los símbolos, de los mitos; quien camina hacia su destino ha de conocer este lenguaje primordial. Hay en estos cuentos una mezcla perfecta entre lo cotidiano y lo trascendente, como una misma realidad vertida en dos polos. La vida es en puridad un continuo peregrinar hacia las tierras del ocaso, un tiempo de forja y aprendizaje, en el cual se van distribuyendo los pesos sobre la balanza y viendo las costuras a la prenda. El caminante bien puede mirar al cielo nocturno desde las tierras de pan llevar, y viendo allí a la Estrella del Norte decir: lo mismo arriba que abajo.
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