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La maldición se reaviva.



Primero tuvimos el honor de acomodar en nuestro catálogo la novela de Javier, Apartamento para cuatro, con la cual dicho autor abandonaba el cuarto oscuro del anonimato y salía a la luz del sol para lucir percha literaria, y de qué manera. Y ahora, con doble alborozo, trasladamos a los lectores la última creación de Nacho Herrero, hermano de Javier; una novela que luce por título: Malditos, y que tiene ciertos elementos comunes con Apartamento para cuatro.

El primero es su calidad; esto de publicar obras sobre las cuales uno alberga una convicción plena de que lo que ofrece es metal noble y no latón para quincalla, evita al editor muchos dolores de cabeza y le ahorra el paso por el confesionario, lo cual no es moco de pavo. El segundo es cierto toque especioso y canalla, con buena música y un concepto de la vida tomada en crudo y respirada a pleno pulmón.

Malditos es por un lado una novela de intriga, pues nos desconciertan todos esos acontecimientos tremebundos que acaecen en el pueblo de Santa Teresa y nos urge saber qué demonios está pasando allí y cuál es el hilo conductor, si es que lo hay. Por otro lado, Malditos es una novela costumbrista; el retrato de un tiempo y de un lugar que ya forman parte de la memoria de quienes los vivimos: años ochenta y noventa, cuando todavía no había eclosionado la vorágine digital y el mundo moderno a menudo se bebía en copas del pasado; una vida bizarra aquella, excesiva, bronca, de alto voltaje, vivida en primera persona por una generación a la que todavía le colgaban los terrones de las perneras. Leyendo a Nacho recordaba el ambiente de los bares de la época en una zona, el Bierzo, que tenía mucho de gallega, y asentía ante la perfecta descripción de lugares, ambientes, conjugaciones sociales diversas, etcétera. Sí, yo también viví eso: los casetes del rockabilly, los zapatos de suela gruesa y puntera que a las tres horas te necrosaban los dedos de los pies, los tupés duros como la escayola y las chupas de cuero con solapas abiertas; también las máquinas de pinball con más luces que una discoteca, las neogeo (esos muñecos cabezudos de movimientos robóticos), el sonido de los globos de chicle al explotar en la boca de las chicas guapas, más la sonrisa consiguiente, a veces irónica, a veces promisoria, siempre fascinante; la época de las motos enduro made in Spain, de la gran fractura generacional (empezamos a no entender a nuestros abuelos y tampoco mucho a nuestros padres; y viceversa), del corcel blanco de la droga galopando sin misericordia los extrarradios, de los pueblos como Santa Teresa, que tomaban a borbotones los modos de esa modernidad que había nacido “in terra infidelium”, más allá de las fronteras, como si la modernidad fuera una Mahou cogida por el gollete. Sí, la Galicia telúrica y palpitante y la Cataluña del charnego, ambas están tratadas de forma precisa, y con donosura literaria, por Nacho. Malditos es también la novela de una obsesión y como correlato, porque el que mira por el ojo de la cerradura angosta su mundo al límite, de la implosión de una estructura vital que no puede soportar el que toda la presión esté puesta sobre un solo punto. Y por supuesto, Malditos es una novela sobre la memoria y la necesidad de poner cara a nuestros miedos: no se puede iniciar un círculo sin cerrar el que le precedió; tampoco se puede vivir permanentemente en compañía de cadáveres pues sobre esos efluvios miasmáticos nada nuevo puede crecer. No hay verdad sin coraje y es la verdad quien pone orden y luz en cualquier estancia. El protagonista de Malditos quiere la luz y la busca, aunque a regañadientes.

Me gusta la buena literatura, el arte milenario de contar historias en una nota especialmente fina y sugerente. No el escribir de un notario, no el escribir de un académico, sino el de un artista es lo que me interesa. Mi más sincera enhorabuena a Nacho por su obra Malditos; empujaremos entre todos este barco más allá de Hiperbórea.

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